El origen del primer restaurante de Francia, con la lucha de clases y el ansia de libertad creativa como ingredientes, es el menú de la película Delicioso, del director Éric Besnard. El filme, recién estrenado en las pantallas españolas, fue presentado el pasado año en el Festival de Cine de San Sebastián, dentro del apartado gastronómico Culinary Zinema, y es, como dice su nombre, una deliciosa aproximación a la historia de la cocina.
No es la primera aproximación a la gastronomía del realizador. Éric Besnard dirigió en 2015 Pastel de pera con lavanda, una comedia romántica con dulces de por medio, y ahora se adentra en las inquietudes de un cocinero palaciego que cambia su escenario de trabajo a una casa de comidas rural, donde la colaboración de su hijo y de una misteriosa mujer que se convierte en su ayudante resultan clave para cocinar su futuro.
Y esta película, con guion de Eric Besnard y Nicolas Boukhrief, se suma a la extensa filmografía gala sobre asuntos culinarios. Entre las películas históricas recordemos Vatel, protagonizada por Gérard Depardieu y precisamente ambientada en la misma época que Delicioso, el siglo XVIII, en los prolegómenos de la Revolución Francesa y con una aristocracia ampulosa y excesiva en sus vestimentas, sus palacios y sus vidas.
«Un cocinero educa el gusto como el músico educa el oído», afirma Pierre Manceron: «oficial de boca» en la casa de un aristócrata caprichoso, igual que sus invitados a los banquetes pantagruélicos que organiza en su palacio. Pero los paladares de estos comensales son prejuiciosos y no están abiertos a novedades. El rechazo es general a un bocado seductor: los Deliciosos, unas empanadillas con trufa y patata. “Son para los cerdos” dice el cura comilón. Y es que la patata se consideraba un producto diabólico y la hoy cotizada trufa se despreciaba.
La creatividad le cuesta el puesto a Manceron. Pero al cerrársele la puerta del palacio del duque de Chamfort se le abre una ventana de posibilidades, de aire fresco en sus fogones. El creativo incomprendido encuentra en el campo su lugar en el mundo. Allí cimenta el concepto de restaurante rural con encanto con la ayuda de su hijo Benjamin, un cazador furtivo y Louise, una misteriosa mujer que endulzará su carácter áspero. Ella sabe del buen oficio de Manceron y quiere cocinar a su lado. «El gesto, el tiempo, el fuego y el instrumento» es la receta de Manceron para manejar los ingredientes, y ella toma nota.
“Se necesitan tres años para aprender”, le dice a la mujer, pero su aprendizaje no será tan largo, y demuestra que tiene actitud y aptitudes. «Si no conoces los buenos productos jamas serás buena cocinera», clama Manceron, pero ese argumento vale para cualquiera. Y la intuición de Louise funciona, no solo para la ambientación del comedor (con los productos a la vista y un listado de los platos que se sirven) sino también para las preparaciones, como cocer las verduras aparte para que no pierdan color en el guiso. Ella cuenta con la complicidad del joven hijo del cocinero, lector empedernido de los filósofos que abogan por una nueva sociedad. «Una humanidad bien alimentada piensa mejor», afirma. Y toma decisiones como cortar el pan en rebanadas para no desperdiciar, variar los precios en función e las raciones -«que cada uno pague en función de su apetito»- e incluso montar un servicio de platos preparados, un atisbo del actual delivery. Otra decisión es su conversión a la linea vegetal: «La carne te vuelve violento, he decidido no comerla».
La fonda para contentar a viajeros hambrientos evoluciona en un restaurante donde se democratiza el buen comer. Se crea un entorno para paladares finos abierto a todos «a nobles, burgueses y campesinos». Se rebate la idea aristocrática que «el pueblo no aprecia las cosas buenas» y se monta un establecimiento donde «todos los clientes son duques». También se reformula la idea del lujo: lo que Manceron y su gente hacen es un restaurante kilómetro 0, donde el entorno -la huerta, las gallinas de la granja, los animales y los frutos del bosque…- es la base de los platos. La sencillez y los sabores puros frente a las elaboraciones llenas de azúcar, especias y decoraciones barrocas.
El devenir de Delicioso, nombre del plato estrella de Manceron y de su propio restaurante, es contado de una manera apetitosa y entrañable. Y tanto el paisaje como las relaciones personales son ingredientes del menú junto a los alimentos qu se despliegan en la cocina y en las mesas.
Los actores protagonistas, Grégory Gadebois (Manceron) e Isabelle Carré (Louise), no sabían cocinar antes de rodar la película pero se manejan con soltura. No en vano el director contrató con la asesoría de profesionales, como Thierry Charrier, chef del ministerio de Asuntos Exteriores francés.
La narración de la evolución del cocinero Manceron y de su local le sirve al director de la película para contar la historia del primer restaurante de Francia, abierto a todos los públicos. El considerado primer restaurante nació en París, pero el cineasta Eric Besnard prefirió la opción rural: «Francia no es París», afirma.
Efectivamente, el considerado primer restaurante conocido de la historia de Francia (es muy aventurado pensar que también fue el primero del mundo) se abrió en París, en 1765. Dossier Boulanger colocó en la puerta de su local de la Rue Des Poulies un cartel en latín: «Veinte ad me omnes qui stomacho laboratis et ego restaurabo vos» “Venid a mí, hombres de estómago cansado, y yo os restauraré”). Así que sus caldos reconstituyentes dieron paso a más viandas «restauradoras» de apetito. Después irían apareciendo en la capital francesa establecimientos similares. A juicio del famoso gastrónomo Brillat-Savarin fue La Grande Taverne de Londres, inaugurado en 1782, fue el pionero de los restaurantes sofisticados, «el primero en combinar los cuatro fundamentos de la buena mesa: una sala elegante, camareros bien vestidos, una bodega selecta y una cocina de gran calidad».
Pero antes, en 1725, un francés llamado Jean Botin abrió una hostería en Madrid, Casa Botin. Abrió con la categoría de hostería. Para el libro Guinness de los récords es el restaurante más antiguo del mundo, aunque no para los franceses. Pero ¿quién dudaría hoy de que no era un restaurante como el parisino de Boulanger o el del ficticio Manceron? La historia de Botin da para otra película.
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